Por Arturo Mustango
Un día se le ocurrió al gerente general, don Eusebio Ramírez Ladrillo, dar un almuerzo a todas las mujeres del planeta, pero cuestiones coyunturales que no vienen al caso, tal vez un descuido de su siempre alocada secretaria, confabularon para que solo pueda echarse una tragantona con todo el personal femenino de la empresa. El motivo no importa, o solo lo saben aquellas inciertas afortunadas que semanas más tarde, gracias a los secretos auspicios de una invitación en servilleta, conocieron las suites del Hotel Decámeron. Lo cierto es que, entre la zalamera confraternidad de las recepcionistas, los chistes de doble sentido del viejo carretón y las abruptas confidencias de las más altas y recorridas ejecutivas de ventas, varias infelices sintiéndose en el limbo, aprovecharon la vastedad de su experiencia para probar las mieles del protagonismo momentáneo. No les importó interrumpir las francas invitaciones de don Eusebio a la cama, para aquellas tiernas practicantes de administración a quienes el rojo vino parecía a ratos invadir sus mejillas dependiendo de los calibres de sus indirectas.
Estas damas cuarentonas, de distinguido perfil citadino, atacaron formando escuadras y desde los cuatro ángulos de la mesa, hacían oír su opinión, ya sea de la economía peruana, el arroz chino, el presidente Obama, hasta la carabina de Ambrosio. Don Eusebio, que era todo un caballero versado en táctica de blitzkrieg como en artes bizantinas, respondía atinado, lo suficiente para no parecer un arqueológico fauno entre tanta mocedad, es que las practicantes le fueron tomando gusto y acercando, pero no pudo dejar de reconocer que una página de Coelho al día no deja de tener resultados imprevistos en las menopáusicas expuestas al diario trajín de la ciudad de Lima.
Una de estas arpías, fue la que tomando la palabra creyó interesar al gerente por el ambiente laboral de la organización, por eso entendió su deber decirle que el aspecto del personal masculino dejaba mucho que desear; una compañía tan grande, casi una de las primeras a nivel nacional, no podía darse el lujo de tener a conserjes tan mal trajeados, vigilantes que parecían ronderos, personas de mantenimiento que daban temor y sobre todo, énfasis aquí, personal de sistemas que andaba en jeans, polo, zapatillas y barba. En especial, ese chico, ese que ya tiene mas de tres años trabajando con nosotros, Luis Torres, un verdadero cerdo; no lo decía con mala sangre, pero ¿acaso no estamos de acuerdo? Todo se puede aceptar, hasta ser pobre, pero al menos se debe ser limpio.
Ramírez Ladrillo recordó vagamente a Luis, miró a la dama, se rascó la nariz y dijo que iba a hablar con Luciano, el jefe de sistemas, para que aderecen con cloro de pies a cabeza al tunante so pena de liquidarlo sin CTS. Demás está decir que tal comentario fue como si el rey Arturo en persona le hubiera prometido convertirla en querida en las barbas de la mismísima Genoveva durante el resto de la comilona que se prolongó hasta las 11 de la noche, donde también fue aprovechado por ella para pedir otras reformas importantes a su juicio que menos mal Ramírez no hizo caso, obnubilado por otras reformas que pensaba hacer entre las practicantes.
Yo, Luchín Torres, no tengo la vida regalada, en las mañanas estudio en la Villarreal, a veces mis clases se dan en Prolongación Tacna, resulta imposible no impregnarse del olor a orines que vaporiza la calle, mis compañeros no vienen emanando chanel que digamos, las combis que tomo a mi trabajo al mediodía son como hornos microondas para cristianos, hay noches que tengo cursos extracurriculares, imagínense, mis camisas, mis pantalones de vestir, mis mejores zapatos no resisten tamaños trajines. Súmenle a esto el tipo de labor con el que me gano la vida:
-¿Por favor me puedes mover esa impresora para allá que hace mucho ruido?
-Sabes que este monitor no me gusta, así que le dije a tu jefe que me traigas otro.
-Mi mouse no funciona, tráeme otro rapidito.
-¿Tu crees que puedes movernos las computadoras al cuarto piso?, es que no me gusta el primero, ya le dije a mi jefe.
¿Si no había aire acondicionado en pleno comienzo de verano que querían?
Para colmo, la oficina de sistemas se encuentra en los confines del infierno de Dante, abajo en el sótano, en donde queda la cochera. El edifico de ocho pisos tenía el ascensor de empleados malogrado y como yo no era gerente ni hetaira del Emmanuelle, no tenía llave del elevador para ejecutivos. Ir corriendo de un sitio para otro subiendo escaleras apurado no es la mejor forma de conservarse oloroso.
Aparte de la llamada de atención que me dieron, la cual yo consideraba totalmente injusta, tuve que sufrir algunas pullas de mis compañeros. Pero dentro de mí se quedó clavada una duda: ¿Quién sería la arpía traicionera que me había sindicado así ante el gerente y el aquelarre completo? ¿Acaso no arreglaba sus computadoras, solucionaba sus problemas con la hoja de cálculo y encontraba sus correos perdidos? ¿Cuántas veces las saqué del atolladero porque se habían olvidado de grabar un archivo? Hasta les enseñaba cómo se envía tarjetitas de navidad electrónicas a sabiendas de que perdía un tiempo precioso con esas matronas jurásicas.
Juré que me vengaría. Sabría quién es y lo pagaría caro. En navidad yo sería malo. Así que me fui un día a jugar pelota con los mensajeros, el verdadero servicio secreto de cualquier compañía. Nos quedamos tomando por Risso, así entre vasos de cerveza, humo entre la cumbia, Juan Choque, el bravo de la moto de conserjería, bizqueó un poco mientras me contaba los pormenores de la reunión.
-Beatriz Inga viejo, esa mamona creída, esa te ha jodido viejo y por gusto ¡ah! Porque yo soy más cochino que tú.
Entre las luces del amanecer, bajo un tierno villancico que emitía la radio del taxi camino a mi casa a las seis de la mañana, supe que Beatriz Inga sería mi amiga secreta.
Yo no la escogí, fue el destino, un lazo inexplicable entre mi evocación a lo siniestro y las distintas proyecciones de la oportunidad. En realidad le tocó a mi amigo Paco, él trabajaba conmigo en la oficina, formábamos junto a Edgard Lloque y William Barbarán una cofradía casi secreta, porque nadie se fijaba en nosotros como grupo, pero el trueque de papelitos solo lo sabía Paco. Sacrifiqué a Zoilita Zegarra, tierna, gordita, apetecible condimento para las noches de tormento. Pero mi ansia mezquina sería satisfecha. Solo mi camarada sabe que Beatriz Inga es mi nueva amiga secreta.
Pero ni aún a Francisco le he contado para qué quiero que Beatriz Inga sea la depositaria de mis chocolates, caramelos y jugos con que se acostumbra a engreír a esa amistad fabricada. Sería estúpido de mi parte decirle que en el beso de moza que le regalé esta mañana he metido con jeringa una generosa porción de Agarol con sabor a vainilla. Espero ahora con taimado regocijo que no venga a trabajar. Según me han dicho se trata de un laxante potente.
Pero viene, sus anchas posaderas se me antojan como los de una rana monstruosa, sus labios abultados, muy pintados, su cara llena de polvo rojo, es igual que la del muñeco de Papa Noel que han puesto en recepción. Sigue tan feliz que me envenena, paso por su lado, puedo oír su chanzas, su tiempo para hablar como gallina ponedora, mientras que de rato en rato se lamenta de que el trabajo la mata.
Me pregunto si ella pensará un poco en mí, me pregunto si sabrá que yo sé que ella me ha humillado. Yo estoy firmemente convencido de que fue muy ligera en sus apreciaciones, que debió preguntarme por qué mis sobacos trascienden sus sentidos. Quizás esa única vez que la saludé con besito en la mejilla, notó que de mi oreja salía un olor a huevos podridos. Estaba en tratamiento, tenía otitis y mal rayo me parta pero ni un litro de Old Spice iba a disimular la fetidez. No quiero ponerme a su altura, pero una vez la vi bailando en traje típico para las olimpiadas de la empresa, no solo a mí me pareció aberrante ver cómo se le colgaban las dos tetas hasta el suelo. Que yo sepa nadie la ha criticado en una junta por eso.
Y yo sigo poniéndole cosas a sus bocadillos, falta poco para que se celebre el intercambio de regalos, yo no quiero que se enferme de gravedad, pero sí que se pierda el intercambio, que se pierda inclusive la fiesta de fin de año, por eso le metí el abrasivo que empleo para limpiar las computadoras en el jugo que le mandé esta mañana. Solo un poquito, sin embargo, la estuve observando todo el día con gran asombro, su estomago debe ser de fierro, no fue una sola vez al baño, ni se quejó de nada.
Estos últimos días la ciudad se ha vuelto insoportable, el tráfico rezuma de gritos, humo mezclado con calor humano. Veo a la ciudad más sucia pero más brillante. ¿A que se debe esta contradicción visual? Es navidad claro, todo parpadea, los letreros con vida propia son capaces de arrancarme el sueldo de las manos. Le voy a comprar una bolsa de dormir eléctrica a Beatriz. Guardo la secreta esperanza de que pueda electrocutarse. Pero luego desisto de intentar esa sucia jugarreta. Creo que con todos los polvos que le di, los brebajes y las cantidades ingentes de azúcar que se zampó es suficiente. Además, sino le pasó nada, quiere decir que perdí. Es bueno tener un contrincante adecuado para aprender que hay que retirarse a tiempo.
Entonces mi tributo será ese colchón eléctrico, ahora admiro esas tripas invencibles, no por algo Beatriz maneja esa ancha cadera, esa inmensa panza, los venenos al recorrer tremendos tubos deben olvidarse de hacer efecto. En la empresa todos van hacia el comedor, la hora de repartirse los regalos ha llegado. Entre el gentío alcanzo a ver a Papa Noel sentado en el árbol, estoy afeitado, limpio, no hay clases, así que llego al trabajo con tiempo, descansado, oliendo a lavanda.
Todos son llamados por sus nombres, sacan un papelito para que salgas al frente, entregas tu regalo después te dan el tuyo. ¿No es bonito?, dice Luchín Torres. No veo Beatriz, Sofía, una chica simpática de Contabilidad me entrega mi regalo, una crema de ron. Se nota que se tomó sus cuatro segundos para escogerlo, yo hubiera querido en verdad un Transformer, besito por aquí, besito por allá, aplausos, es mi turno, digo Beatriz, no la veo, aprieto mi paquete, el Papá Noel avanza alegre hacia mí, al principio no entiendo, de pronto, despacio, se bambolea, la gente se mata de risa, solo yo entiendo, se cae. Es Beatriz, tras la barba veo sus ojos rojos, esa sustancia amarilla que le sale por la nariz, su barba se mancha con un vómito pestilente, me arrodillo ante ella, vienen tras de mí para ayudarla, le sacan la gorra, hay gritos, piden un doctor, un hedor maldito llena la sala. Aterrorizado me levanto, a trancas y barrancas llego al baño, abro el grifo. Un chorro helado sobre mis cabellos no me permite escuchar los roncos gritos de Beatriz.
FIN
sábado, 3 de enero de 2009
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